I es va perdre entre unes mates remugant que era molt trist
que realment jo necessiti tot això per ser feliç.
Hay una historia recurrente en la que pienso. La historia me atrapa, casi siempre, en las montañas, como si estuviese agazapada tras el tercer o el séptimo kilómetro de verde —nunca sé—, lista para abalanzarse.
Te explico.
Cuando vivía con mi ex, muy de vez en cuando salíamos juntos a andar. Era raro que hubiese tiempo para andar: sí, en serio, para andar; la vida en pareja, a veces, puede ser complicada. Quizá no supimos defender nuestras parcelas para hacer cosas normales, que nos gustaban, como andar o, todavía mejor, deambular, vagar, callejear; quizá a ella no le gustaba y nunca me dijo «ve tú», o yo no supe entenderla. De este modo, cuando nos separamos, volví a las montañas; en parte, porque me había pasado muchos días de confinamiento leyendo a Thoreau; en parte, porque las restricciones favorecían estas nuevas rutinas.
Las pocas veces que ella salía a caminar conmigo y a hacer senderismo, advertí que dábamos la vuelta en los mismos puntos: a unos veinte minutos de la segunda masía, en la pendiente que sube hasta el punto equis o en el desvío que, a través de una ruta circular, permite desandar lo andado y, como suele decirse, ganar tiempo al tiempo. (Qué expresión más fea.)
Durante esa época, pensé mucho en que, si hubiésemos seguido juntos, es posible que yo nunca hubiese conocido todas estas montañas como la palma de mi mano. No habría podido conectar, punto a punto, los senderos verdes que rodean Cervelló con Vallirana, Torrelles de Llobregat, Sant Vicenç dels Horts y hasta Sant Boi; y, poco a poco, ir ampliar ese imaginario hacia el Ordal, las Montañas de can Rigol y, para abajo, hasta el Garraf, si me apuras. Un pequeño microcosmos de naturaleza que vas extendiendo y haciendo un poco más tuyo jornada a jornada.
Alguien me comentó que ella está viajando más (otros, otras; podrían habérmelo chivado las redes sociales, supongo, aunque yo no soy mucho de eso del stalkeo), porque quizá algunas ciudades eran sus montañas. Aun así, hubo un día en el que sí vi unas fotos que me hicieron sonreír; eran decenas de fotos haciendo cima en una montaña, mientras yo había hecho cien cimas sin acordarme del teléfono. Tan distintos… Ni bien ni mal, en realidad; solo distintos. Hay una canción de Manel que dice algo así, pero diferente.
Cuando subo montañas, ya casi nunca pienso en ella. Pero me hace muy feliz poder subir las montañas que yo quiero, y eso es algo a lo que no se debería renunciar por nadie; también espero que ella suba las suyas, aunque no es asunto mío y, en parte, mejor sentirlo así, que la ruta ha sido larga.