A la vida se la suda

Estos últimos meses se me ha escurrido el tiempo. ¿No te ha pasado nunca? Seguro que sí: tú te organizas, planificas, y, de repente, descubres que todo el contexto y las suposiciones que habías dado por buenas han hecho lo que les ha dado la gana. Es como el juego aquel tan idiota al que nos hacían jugar de niños: ese en el que se iban quitando sillas y se eliminaba a todo el que no estaba sentado cuando paraban la música, pero no bien, bien; en este caso, cuando te das media vuelta, de repente han desaparecido todas las sillas y, claro, te sientes idiota. El niño o la niña que llevas dentro diría: ¡Eh, eso no vale! ¿Y qué? A la vida se la suda.

A mí, probablemente, este tipo de cosas me dan todavía más rabia que a ti, porque yo soy un tarao de esos de las listas. En serio. A medida que me he hecho mayor, he empezado a hacerme listas hasta de cómo voy a organizarme el tiempo libre (luego las pierdo): quiero leer tal libro, escribir sobre aquella madre que riñó a su hija por perseguir a las palomas, perderme con los perros en la montaña el sábado, seguir estudiando sobre etología a las cuatro de la tarde del viernes, y así, etcétera, etcétera, etcétera. Me van a poner el Google Calendar de pago, no te digo más. Hoy, sé que quiero seguir en la asociación que ayudé a montar hace tres años: Conectadogs. Es curioso, pero para esto no me hace falta ninguna lista. Supongo que esta es una buena razón para escribir sobre el tema. Quizá ahora no tienes ni idea de sobre qué te estoy hablando: normal, no todo el mundo sabrá que estoy en una asociación (entidad, oenegé, llámala como quieras) para ayudar a perros y personas. Por qué van a saberlo, ¿no? Ni que uno fuese Dani Rovira[1]. En definitiva, gracias a esta asociación, y a la gente que la compone, he participado en actividades junto a chavales con TEA, en charlas de tenencia responsable de bichejos, en la rehabilitación de perros de difícil adopción.

Strady es uno de los perros que ahora mismo estamos rehabilitando en Conectadogs.

Poco a poco, el proyecto ha ido tomando forma y, algunas veces, abusando de los contactos y el por favor, que también abre muchas puertas, he publicado o difundido textos sobre lo que hacíamos y hacemos (en Doblando tentáculos, aquí y aquí, en 20minutos, aquí, en Eldiario.es, aquí, en Canarias Ahora, aquí, y esto ya se está haciendo cansino, así que paro). ¿Por qué? Pues lo cierto es que, hasta ahora, no lo había pensado demasiado, supongo que porque es algo que considero importante y trascendente, un proyecto que muchas veces me ha robado más tiempo del que yo esperaba dar. Eso también pasa con todo lo que nos gusta y nos llena, ¿o no? A veces, llego a casa y me da rabia no haber podido terminar aún de depurar la novela o de leerme el Carvalho que ha sacado Carlos Zanón; ni sacar un rato para estructurar la trama de un cuento corto que quiero presentar a algún certamen (y después aún queda escribirlo, y reescribirlo); yo qué sé, de estar con los míos y, ¡qué coño!, de tocarme los huevos una tarde quemando el Netflix (¡que para algo lo pago!). Como escritor (o intento de), eso es algo que tengo asumido: la gente suele creer que el tiempo invertido en escribir (o pintar, o componer) se volverá dinero contante y sonante, pero la mayoría de las veces no es así. Incluso cuando uno «triunfa» y publica (o expone, o graba un disco), claro que sacará algo de pasta, pero ¿qué precio real tienen las miles de horas que has dedicado? Si ganases 50.000 euros por 5.000 horas, estarías ganando 10 euros la hora; por 1.000 horas, 50 euros por hora. Hay trabajos más rentables, ¿no crees? Al final, hacemos las cosas por lo que mueven dentro de nosotros y no tanto por lo que dan.

¿Y por qué te cuento todo este rollo? Hace diez días, pasó algo que todavía no me había pasado nunca (será que soy un tipo afortunado): de repente, todo se desmoronó en Conectadogs. Parte del equipo se largó e incluso se planteó disolver la entidad. Yo tengo un defecto muy grande y es que me paso el día refunfuñando: aquí, con tiempo (e incluso prórrogas que me concedo para escribir con calma), parezco un tipo incluso ocurrente, pero en la vida real no soy más que otro viejoven de esos (que lo sepas). No obstante, así como tengo este defecto, tengo una virtud asociada al mismo: cuando se me pasa el cabreo, intento sacar la parte buena de las cosas (por muy mal que hayan salido) y de la «casi muerte» de Conectadogs, he extraído una lección importante. Verás, me parece a mí que no hay nada más jodido que el miedo. El miedo nos hace desconfiar, dudar de nuestras capacidades, creer que eso tan malo va a volver a pasar, o que vendrá algo que será todavía peor. Y no es así. En diez días, tenemos otro terreno para Conectadogs (del actual tenemos que irnos), recibido miles de euros en donaciones por Facebook, PayPal e ingreso bancario; hemos encontrado el modo de seguir adelante y hemos salido reforzados de este traspiés. Sin embargo, este aprendizaje (el anterior) es importante, pero no es lo más importante. Durante este camino, yo he cometido varios errores de los que quiero aprender, y, si os sirven, en la protectora a la que ayudáis, en la entidad donde hacéis voluntariado o en la vida en general, aquí los dejo. ¿Y por qué? Porque errar nos hace humanos, pero asumir (y aceptar) que, a veces, nos equivocamos es aquello que nos vuelve personas. El primero es ser fiel a uno mismo, porque de nada sirve seguir en la brecha si te estás traicionando día tras día: cuando parece que todo se va a desmoronar, cuídate de no desmoronarte tú. El segundo es ser confiable y aprender a confiar: esto no significa ser un tontopollas, sino lo suficientemente fuerte como para poder asumir que las personas (y nosotros mismos) te van a sorprender, te van a contagiar su ilusión, y también te van a defraudar: cuando venga lo que tiene que venir, actúa en consecuencia. Tampoco olvides nunca (tercero) que el trabajo no es trabajo en una ONG: es tiempo libre, anhelos a cumplir, deseo de dar, pero no trabajo: a mí me ha costado cinco años (soy un poco cortico) aprender la diferencia entre comprometerme y dar más de lo que quiero. Esto parece una idiotez, ya lo sé, pero es el germen de muchos de los problemas en entidades sin ánimo de lucro. Por último, hay algo que yo diría que recoge todo lo anterior: no permitas nunca que te digan lo que tienes que hacer o sentir (cuarto, y último); llegará un momento en el que no estés de acuerdo con alguien, o con casi nadie: si tratan de entenderte, y te escuchan, no hay problema. Puedes estar equivocado o equivocada, pueden estarlo el resto, pero la mayoría de los problemas empiezan cuando te dicen que lo que tú sientes no es real o justo.

Y termino con una vivécdota, como diría Andreu Buenafuente en el programa de radio que comparte con Berto Romero: el día que empecé este artículo pasaron dos cosas. La primera es que Strady, uno de los perros de nuestra asociación, se puso muy enfermo y todos pensamos que se iba a morir; la segunda es que se quemó la Catedral de Notre-Dame. Después, supimos que Strady no tenía un tumor gigante en el cerebro, que era el 99 % de las posibilidades que nos daban, sino una infección tratable (el otro 1 %, que dejó alucinados a los neurólogos con un buen ¡zas, en toda la boca!) y que la catedral parisina se iba a reconstruir aunque supusiese mil millones de euros (ojalá también se invirtiese así en preservar el futuro de todos, no solo la historia). Y a mí son dos cosas que me hacen sentir muy humano y muy persona: aunar esfuerzos para salvar un monumento del pasado de Europa y perder el culo por salvar a un perro; vamos, lo mismo que hicieron nuestros ancestros, tanto los que construyeron en piedra y en madera un edificio que los sobreviviría a todos, como los que dejaron en el genoma del perro parte de su propio ser.


[1] Por cierto, hace un par de meses el tío me mencionó en el Instagram: no es coña, no.

Los ojos de Martina

Martina mira con el vacío instalado en su iris. Martina mira sin mirar. Con demasiado miedo para que la mirada se convierta en un acto consciente, en una declaración de intenciones: en una acción que una mano pueda reprocharle a golpes. Martina rehuye mirar, a sabiendas de que la mirada ya le ha supuesto violencia, gritos, la horca.

Ella ha aprendido que la lección más dura llega del hombre, de la palabra que, cree, solo carga injusticias, de todos nosotros; para Martina, todos somos dolor, y miedo, y muerte, y al salir de Almería, de la furgoneta, del transportín, ninguno podemos demostrarle lo contrario de inmediato. Por ello, no lo intentamos; solo paseamos, y la entramos con dificultad en otro coche, en otro transportín, y se bloquea, se aleja, se expatria de sí misma de nuevo.

Martina (recogida, Diagonal)
Fotografía de Martina el sábado de su llegada a Barcelona.

La historia de Martina está construida de vacíos más que de hechos. Vacíos que construyen retazos que construyen historias: una perra de la calle, un embarazo, una soga al cuello. Quizá fue la caza o la falta de justicia y ley; quizá solo desatención y maltrato. ¿Quién puede saberlo? Se trata de historias que son y no son.  Y en ese negro hubo locura que terminó por conquistar su mirada: si consigues que sus ojos apunten hacia ti, observas incomprensión, y espanto, y paranoia. Observas ojos que luchan en el interior de sus cuencas, que parecen intentar escapar, y aunque sea un acto inconsciente, es una de esas tristezas enquistadas a las que resulta imposible acostumbrarse. Las heridas del cuello, de las patas… las heridas del cuerpo sanan, pero no las del alma; el alma continua desangrándose, y su respiración, su cola, su forma de moverse por una calle céntrica del Ensanche barcelonés así lo indican.

La historia de Martina es la historia de los doscientos perros de su perrera. Perros bautizados rápido con nombres que se piensan un instante por necesidad; perros frente a rostros que no podrán entender por qué esa perra y no otra si todos comparten desgracia. Pero hay algo que todos ven, y es que Martina vive sumida en la adversidad desde mucho antes del septiembre de su embarazo; desde mucho antes del miedo a la gente, y las carreras por los campos de Almería, de las charlas sobre su rescate y el deseo teñidos de marrón y de amarillo más que de verde, y de sudor que se seca bajo un sol que, entre jadeos, no ofrece misericordia alguna.

Martina (río Besós)
Martina en el parque de la desembocadura del río Besós, que separa Barcelona de los municipios de Badalona y Sant Adrià.

Ahora, Martina ha salido de Almería, de la furgoneta, del transportín y ha olido un árbol cercano a la Diagonal. Puede parecer nada, pero es un mundo: el olfato llega cuando deja de temblar, de mirar a todas partes a la vez, de tratar de zafarse, de escapar, de observar cómo los grandes espacios que se pierden entre olivos y naranjos se convierten en pavimento, en edificios que suben al cielo y en el ruido eterno que pervive en el acceso a una capital; cuando trata de no alejarse más y más de nosotros, de correr en otra dirección, de no ser. Después de todo esto, Martina huele; huele el tronco de un árbol por un instante, y vuelve el temor, el huir y el no ser. Vuelve Martina y la horca; Martina y el miedo; vuelve Martina. La Martina que es y no es, porque Martina solo sabe ser no siendo, y ese es el inicio del trabajo, de un nuevo camino, de su segunda vida.

—No es cosa de un día, ni de un mes. Pero es bueno que no intente huir, que huela algo: que tolere nuestra presencia —dice mi amigo Antonio, que es educador canino, y, sin saberlo, me muestra el inicio de una historia mejor.


Enlaces relacionados:

Martina está en Barcelona gracias a Acción por el Rescate de los Desfavorecidos (ARD), quienes han confiado en Conectadogs —y, en concreto, en el educador canino Antonio Soutiño— para iniciar un programa de rehabilitación para Martina y se ocupan del coste monetario, que se inició el sábado 15 de julio de 2017.

Si lees esto y quieres apoyar a una de las organizaciones, dejo aquí los enlaces a sus respectivas páginas de Facebook para que continúes informándote:

Una semilla y el caos

Esta es una entrada (muy) personal en la que os voy a dar la chapa sobre Conectadogs; si no estáis interesados(as) en el proyecto (¡¿cómo es eso posible?!), podéis leer cualquier otro artículo del blog. 😉

Ayer, algo grande brotó. Una semilla que se ha gestado lenta, casi macerándose a lo largo del tiempo que hemos compartido como asociación; una historia repleta de buenas intenciones —como tantas otras, en realidad—, pero que, a diferencia de estas, se ha abierto paso: ha encontrado su propio camino.

Quiero pensar que es algo que tenía que suceder; o me cuesta creer que, en unos pocos meses, hayamos conseguido hacer partícipes de nuestro proyecto a profesionales como la guionista Cuca Canals o el director Pau de la Sierra.

Rodaje del anuncio de Conectadogs

Ayer, algo puro fue construido. Plano a plano. Otra semilla que ha crecido a toda velocidad; rápida y furiosa por necesidad; un motivo, solo uno, que puede rastrearse hasta una gran mesa de un bar a la izquierda del Ensanche, que unió a un equipo excepcional que solo quería imbuir magia en una de esas ideas que te obligan a soñar, y a creer que las pequeñas cosas son las que hacen el mundo.

Ayer, nació algo extraordinario. Y lo hizo entre cámaras profesionales, técnicos de sonido que desbordaban experiencia y simpatía, realizadores que anhelaban la perfección, productores que no podían dejar nada al azar y un director de esos que son como te lo imaginarías: empático, anárquico, humano; el despegar de un guion que me resulta ignoto todavía, pues se ha creado alrededor de un cosmos audiovisual que no puedo traducir, lleno de acciones alternas, contrapicados y sobreimpresiones.

Ayer, dormí exhausto. Pero comprendí algo más sobre nuestras vidas y el rastro que estas dejan tras de sí; y aprendí que, a menudo, eso es la vida: semillas; semillas que lanzas, o plantas, y cuidas, y en las que crees; semillas que esperas que germinen, y conviertan tu existencia, tu mundo, aquello que haces, en algo mejor; semillas que dan sentido al riesgo, a las batallas, a los portazos, a las promesas. Pero sobre todo semillas que te recuerdan que no basta con lanzar un puñado y maldecir tu mala estrella, sino que hay que luchar, y contagiar, y convencer, y conseguir, con palabras, y actos, y fuerzas de esas que desconoces que duermen dentro de ti. Semillas que, a veces, son palabras, y otras, hechos, pero que pronto serán sueños hechos mundos dentro de una pantalla, y también fuera.

Lu en El Calamar (El Prat del Llobregat)